jueves, 13 de diciembre de 2018

Cuento: Pide un deseo


Cuando mis hermanos y yo éramos pequeños, mi madre nos decía, con frecuencia, a cada uno de nosotros «pide un deseo». Si pasábamos por debajo de un puente por el cual estaba cruzando un tren, nos indicaba que cerrásemos con fuerza los ojos y pidiésemos un deseo. Tres ─y muy concentrados─ en el momento de soplar las velitas cada cumpleaños. Uno si veíamos una estrella fugaz; varios si encontrábamos un panadero o un diente de león para soplar y hacer volar nuestros deseos por el aire.
Cuando ella cumplía años me gustaba observarla frente a las velitas; cerraba sus ojos, nos solicitaba que estuviésemos muy cerca de ella y, luego de un rato de mucha concentración, soplaba las velas y sonreía como convencida de que aquellos deseos que había pedido se convertirían en realidad.
Yo le hacía caso y no perdía ocasión de pedir mis deseos y, en la inocencia de mi niñez, creía que todos se cumplirían. Sin embargo, no todos se hacían realidad. Recuerdo cuando pedí que mi muñeca pudiese conversar conmigo y que aprendiese a escribir para que nos pudiésemos enviar cartas, eso jamás ocurrió. Yo no me desilusioné, pensaba que tal vez a mi muñeca le costaba aprender a hablar y a escribir, tal como a mí me costaba atarme los cordones solita, y esperé con paciencia que ese deseo se cumpliera.
Siempre me pregunté por qué para mi madre era tan importante que pidiésemos deseos y de niña no encontré la respuesta, me divertía y pensaba que, si ella nos lo pedía, una buena razón habría. Yo lo hacía y ya. No sabía tampoco si se cumplían sus deseos o no, pero no me atrevía a preguntarle porque ─aun siendo pequeña─ yo sentía que los deseos eran algo íntimo, propio y se debían guardar para uno.
El tiempo pasó, y, siendo ya una jovencita con muchos deseos pedidos debajo de un puente por el cual pasaba un tren, soplando velitas o mirando caer una estrella fugaz, me daba cuenta de que no bastaba con cerrar bien los ojos o soplar muy fuerte.
¿Qué había que hacer entonces para que los deseos se cumplieran? ¿Habría aprendido mal a pedirlos y por eso muchas veces no tenía suerte?
Entonces, un día decidí que era tiempo de averiguarlo y, a pesar de que seguía pensando que los deseos eran algo muy íntimo, le pregunté a mi madre cuál era su secreto para que todos sus deseos se cumplieran.
Para mi sorpresa, me replicó:
─¿Quién te ha dicho que todos mis deseos se han cumplido? ─Sonrío y me acarició el rostro.
Le expliqué que desde niña había visto la sonrisa en su rostro al pedir sus deseos, su insistencia y su entusiasmo. Que siempre me había parecido que, si tanto nos pedía que lo hiciéramos, era porque sabía que tendríamos la suerte de ver nuestros deseos realizados.
Mi madre me miraba y seguía sonriendo. Desorientada, pregunté:
─¿Se cumplieron o no?
─No todos ─respondió.
─¿La mayoría? ─volví a preguntar.
─No lo sé ─contestó.
Su respuesta me desconcertó. ¿Cómo no saber? ¿Cómo no recordar si un deseo se había hecho realidad? ¿Por qué tanta insistencia si muchos no se cumplían, si incluso alguno ni siquiera lo recordábamos?
Entonces mi madre me dijo algo que jamás olvidé.
─El simple hecho de pedir un deseo es en sí mismo un acto mágico. Ese instante mientras soplamos una vela, observamos una estrella fugaz o vemos volar nuestros deseos en una flor de diente de león es maravilloso. Lo más bello de pedir un deseo es la ilusión que sentimos al hacerlo porque no sabemos si se cumplirá o no, pero lo pedimos con fe, convencidos de que se hará realidad, y eso ya nos hace felices.
Yo la miraba intentando entender.
─¿Sabes qué? ─prosiguió─. La felicidad se mide en momentos, en su mayoría pequeños y simples, tan simples y tan pequeños como soplar velitas de cumpleaños ¿Sabes otra cosa? ─preguntó tomándome la mano─. Desear, soñar, ilusionarnos enriquecen nuestra vida, la hacen más bella y le dan otro sentido. ¿Qué sería de una existencia sin deseos? Nadie sabe qué sucederá mañana. ¿Cómo saber si nuestros deseos serán algún día realidad? Lo más importante no es que los deseos se cumplan siempre, lo más importante es el mágico e inmenso hecho de soñar y de desear.
Jamás olvidé esas palabras, fue una de las enseñanzas más bellas que me dejó mi madre, por eso, nunca pierdo ocasión de pedir un deseo.
Sea una estrella fugaz, un diente de león o un tren pasando por un puente, aprovecho ese momento único, simple y pequeño para ilusionarme, y la sola ilusión ─sin certeza alguna─ me acerca a la felicidad, y sé que así, de ese modo, seguramente estaré cumpliendo un deseo de madre.

Una historia fruto de la imaginación de la escritora argentina Liana Castello.

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